LA CASA DEL HAYEDO DE TEJERA NEGRA

Fower_Picker_Waterhouse_bigSiempre la sentía. Frente a él, en la habitación de al lado, pegada a su espalda… En aquella pequeña casa, dentro de la espesura del Hayedo de Tejera Negra, junto al camino que desemboca en el río Zarzas, era imposible no sentirla. Cada rincón desprendía aquel olor dulzón que le invadía y recordaba su presencia permanente.

– Disfrutas atormentándome, ¿no es cierto? -decía Miguel, casi en un susurro, mientras miraba con fijeza las gotas que caían al suelo desde ninguna parte, sentado en su vieja mecedora.

Se puso en pie y fue al baño. Había estado recogiendo leña del bosque toda la tarde y tenía las manos sucias. Las miró. Aquellas manos… Antes jóvenes y fuertes se tornaban ahora arrugadas y deformes por el trabajo. El reflejo que le devolvía el espejo de su rostro no era más alentador.

– Estoy viejo, Elena. Mi tiempo se acaba.

Un golpe violento alertó a Miguel, al que empezó a latirle el corazón con fuerza. Se dirigió al salón, y vio un viejo libro abierto en el suelo, junto al rincón de la chimenea, como si alguien lo hubiese arrojado con todas sus fuerzas contra la pared. Miguel se quedó inmóvil. No era la primera vez que las cosas se caían o cambiaban de lugar, pero siempre aquel olor… Ese olor dulzón… No podía soportarlo. La sentía, la olía rondando aquella habitación, rondándole a él.

Dio unos pasos tímidos hacia el libro y el olor se hizo más penetrante, provocándole arcadas que lo hicieron apoyarse en el respaldo del sofá. Con la mano en la boca y sudores recorriendo su frente y su espalda, miró el libro y, junto a él, la vio… esa fotografía… Frustrado, rápidamente la recogió del suelo. Arrodillado, con la mano en la pared, la miró. Su sonrisa, su mirada alegre y confiada, con aquel vestido azul que él adoraba.

– No puede ser -gimió, y las lágrimas recorrían su cara arrugada- ¡otra vez no!

Miguel sintió rabia que fue la que le dio fuerzas para levantarse. Arrugando la fotografía en su puño, la arrojó a la chimenea junto con el libro, colocó la leña recién recogida encima y le prendió fuego. Sintió el crujir del papel pidiendo auxilio para no ser quemado. Y por fin, ese insoportable olor desapareció.

– Ni el fuego, ni las tijeras, ni el río son capaces de destruir un pequeño papel. Una y otra vez vuelvo a encontrarlo. Una y otra vez vuelvo a encontrarte, Elena.

Volaaaar… -y la voz sonó como aire que se escapa por la ventana.

Miguel se puso en pie. Miraba a todas partes, dando vueltas sobre sí mismo para vigilar cada ángulo, como si algo horrible lo buscase y tuviera que protegerse.

Volaaaar… – y esa vez, la voz de aire sonó juntó a la oreja de Miguel.

– ¡¿Por qué haces esto?! Yo sólo quería cuidarte… Estar contigo, morir contigo… ¡¿Qué quieres de mi?! -exclamó Miguel con las brazos extendidos.

En ese momento se escuchó: Volaaaar… Y las ventanas y puertas de toda la casa se abrían y cerraban con violencia, acentuándose de nuevo aquel olor dulzón que hizo vomitar a Miguel. Luego, al igual que empezó, se acabó. Silencio.

Miguel no terminó su cena, era incapaz de comer nada más. Todo le daba náuseas. Recogió la mesa, se aseó y se acostó. Cada vez que se acostaba, no podía dejar de mirar aquella mancha de humedad en la pared, justo encima de la cómoda. Podía picarla, pintarla, enyesarla… volvía a salir. Desde aquel día. Miguel sabía que no debía darle la espalda.

– Lo siento… Elena -y se quedó dormido.

A la mañana siguiente, como todos los días, cogió el coche para hacer la ruta. Había sido guarda forestal del Hayedo desde los 25 años, y conocía el bosque como la palma de su mano. Y, como todas las mañanas, paraba junto al barranco de La Laguna, en el valle del Zarzas. Paraba el coche y lo mantenía en marcha, mirando fijamente el borde del precipicio. Todas las mañanas, desde hacía 30 años, lo miraba y volvían a su cabeza las imágenes imborrables de aquella noche. El viento ondeando su pelo y su vestido azul. Su mirada confiada hacia él.

– Lo siento… Elena -y, al decir esas palabras, un poco de brisa se levantó desde el despeñadero, provocando en Miguel un desasosiego que le hacía temblar las piernas-. Odio ese olor -dijo. Y siguió haciendo su ruta.

Al llegar a casa, casi al anochecer dejó el coche junto a la puerta del cobertizo, se quitó las botas llenas de barro en el escalón del pequeño porche, se colocó los zapatillas que tenía junto a la puerta y la abrió. Se quedó petrificado con el pomo aún en la mano. Una silueta, grácil y ágil, cruzó en ese momento el salón hasta el dormitorio.

– ¿Elena? – dijo Miguel con los ojos muy abiertos intentando asegurarse de que no le engañaban.

Corrió hasta el dormitorio gritando su nombre y al llegar: nadie.

– ¡¿Dónde estás?! ¡Déjame verte! ¡Lo siento, Elena! Aquella noche… lo intenté, pero no pude evitarlo.

Volaaaar… -volvió a escucharse la voz de aire.

A la mañana siguiente, unos senderistas encontraron un cuerpo sin vida en el lecho del río Zarzas. Parecía haberse despeñado desde el Barranco de La Laguna.

En la casa de Miguel, encima de la mesa del salón, una carta con su firma decía:

“Lo siento, Elena. Cuando te vi allí, no pude soportarlo, tras aquella puerta con aquel pequeño cristal, rodeada de personas extrañas fuera de sí. Creí que podría cuidarte, tenerte a salvo conmigo, que la vida cotidiana en nuestra pequeña casa te haría sanar. Me equivoqué. En contra de todo y todos te traje aquí, junto a mi, mi querida esposa. Pero, aquella noche, un salvamento de última hora me hizo retrasarme. Cuando no te vi en casa, corrí medio loco por todo el bosque, de repente olí tu perfume de vainilla y te vi… junto al Barranco de La Laguna, con tu precioso vestido azul. Te llamé, te ofrecí mi mano al verte al borde del despeñadero. Sabía que querrías hacerlo de nuevo pero, si lo intentabas, esa vez no podría impedirlo. Le diste la espalda y me miraste con aquella preciosa expresión de dulzura y confianza. Y, sin que yo pudiera hacer nada, dijiste: Volaaaar… y saltaste al vacío. Lo siento, Elena, nada pude hacer para salvarte, para retenerte a mi lado. Ahora, soy yo quien quiero volar hacia ti, mi vida.

Miguel”

De repente, la ventana del salón se abrió dulcemente, dejando entrar una brisa en la estancia y haciendo caer la carta suavemente al suelo. Y, con la brisa, como aire que se escapa por la ventana, parecía escucharse: Volaaaar…


6 respuesta a «LA CASA DEL HAYEDO DE TEJERA NEGRA»

  • Amnesia

    Hola Berquendel, me ha gustado mucho tanto los relatos como la estética del Blog (esos cuadros son perfectos para ilustrar las historias). Agradezco infinitamente que nos ayude con su dedicación a restar monotonía al contínuo pasar de los días.
    Gracias nuevamente

    • Berquendel

      No hay de qué, Amnesia. Me alegra muchísimo que le haya gustado mi blog, pues ese es el fin del mismo a la vez que el disfrute que me causa escribir en él. Espero seguir cumpliendo dicho objetivo en próximas publicaciones. Muchas gracias por leerme.

  • Lux

    Enternecedora historia con la que rápidamente te haces con el personaje. Me ha gustado mucho cómo se desarrolla la historia y lo fácil que me ha resultado sentir el sufrimiento del protagonista.

    • Berquendel

      Gracias Lux. No hay mejor reconocimiento para una escritora, que el conseguir que un lector empatice con el protagonista de una de sus historias.

  • IRENE DIAZ GAROZ

    Vaya… sé que tiene un punto dulce, pero me ha parecido aterrador. No me imagino vivir así, me habría vuelto loca…
    Buen relato, un saludo.

    • Berquendel

      Muchas gracias, Irene. Fue uno de mis primeros relatos al que le quise dar ese aire de terror psicológico con toques clásicos. Me alegra que te haya gustado y haber conseguido producir esa sensación aterradora. Un cariñoso saludo 🙂

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